Hace siglos que aventureros y científicos buscan los restos de una gran embarcación cerca de la cima del monte Ararat. Lo hacen porque la tradición judeocristiana afirma que Noé, el patriarca bíblico, arribó a dicha montaña una vez concluyó el Diluvio Universal.

El islam también recoge una historia similar, aunque varían el nombre del protagonista, que el Corán llama Nuh, y el monte donde varó el arca, que la tradición musulmana, sobre todo la de Turquía, designa con el topónimo Judi (Cudi Dagi, en turco).

Menos conocido es que más de mil años antes de que se escribieran estos relatos, en la antigua Mesopotamia se atestiguó el mismo suceso, con tal detalle que en tablillas cuneiformes se nos proporcionan incluso las medidas exactas de la embarcación, capitaneada por un tal Siuzudra, el Noé sumerio.

Resulta llamativo que millones de devotos cristianos y musulmanes crean en un pasaje literario que cualquier observador excéptico tacharía de legendario o mítico, no científico.

Sucede lo mismo con la creencia en continentes perdidos, como la Atlántida, Lemuria o Mu, enigmas imperecederos que podemos rastrear en relatos o leyendas de medio mundo, pero que la ciencia rechaza a causa de su improbabilidad. No importa.

El arca de Noé o la Atlántida nos atraen del mismo modo que objetos físicos y por ende tangibles como las pirámides o monumentos megalíticos como Stonehenge, ya que de algún modo no nos identificamos con quienes los construyeron: sus procesos mentales se nos escapan, de ahí que nos resulte tan fascinante visitar estos y otros “lugares imposibles” que salpican nuestro planeta, todos ellos envueltos por las brumas del misterio.

Los historiadores y los arqueólogos ortodoxos nos proponen teorías para explicar algunos de esos enigmas. Al contrario, los pueblos que siguen habitando esos enclaves aportan los conocimientos que les legaron sus antepasados, muchos en forma de leyendas que nuestro punto de vista lógico y materialista rechaza por fantasiosas.

Sin embargo, algunas de esas leyendas surgieron a partir de hechos fidedignos, ciertos, por muy adornadas que aparezcan ante nuestros ojos.

¿Puede una «cosa» ser legendaria e histórica a la vez? Estarán conmigo en que resulta un contrasentido definir algo como mítico y, al mismo tiempo, otorgarle la cualidad de real o tangible.

No obstante, un objeto tan grande como Troya –sí, la ciudad cantada en el poema épico de Homero– parece reunir ambas condiciones: es legendaria, pero también histórica. El culpable de rescatar a Troya de las incertas nieblas de la ficción fue el millonario y arqueólogo amateur Heinrich Schliemann, quien descubrió las ruinas de Troya en 1871. El hallazgo no fue producto de la casualidad, sino más bien del sudor y la generosidad de Frank Calvert.

Calvert era un funcionario consular británico destinado en Turquía, país donde su familia había adquirido una inmensa propiedad cuyos terrenos incluían parte de Hisarlik, una colina ubicada al borde de un cabo entre los Dardanelos y el golfo de Edremit. Como quiera que su verdadera pasión era la arqueología, Calvert no ignoraba que Hisarlik había sido señalada como posible sede de la Troya homérica, de manera que realizó excavaciones preliminares en la colina, aunque con nulo éxito.

Fruto de su compartida pasión por la arqueología, Schliemann y Calvert coincidieron en cierta ocasión, confesando el segundo al alemán su certeza de que Troya estaba enterrada bajo el monte Hisarlik. Siete años después de aquella conversación, Schliemann excavó en la colina y descubrió los restos de la Troya histórica, demostrando de paso que las leyendas, más que un poso de verdad, a veces esconden toneladas de piedra sólida.

Pese a haber visto la luz a orillas del Báltico, Heinrich Schliemann había nacido con eso que los árabes llaman barakah, término que, para entendernos, podríamos traducir como «suerte providencial». Porque si apenas con 20 años casi moría ahogado frente a las costas de Holanda, al cumplir los 30 ya nadaba en otro elemento bastante más pesado y «dulce» que el agua de mar: el oro.

De ahí que, a partir de entonces y con los vientos financieros a favor, se dedicara en cuerpo y alma a cumplir un sueño que había ido madurando desde su niñez: descubrir que Troya no era una invención de un poeta de la antigua Grecia, sino una magnífica ciudad escenario de guerras tan reales como sus murallas. Lo contaba el propio Schliemann en su autobiografía…

Ocurrió durante la Navidad de 1829. Aquel día, el pequeño Heinrich recibió de su padre un volumen de la historia universal de Georg Ludwig Jerrers, en uno de cuyos grabados se veía a Eneas junto a su padre Anquises huyendo de una Troya a punto de ser devorada por las llamas.

Tanto la dramática escena como el relato que la ilustraba llegaron a obsesionar a Heinrich, quien, noche tras noche, pedía a su progenitor que se lo leyera una y otra vez. No importaba que su padre le insistiera en que Troya no existía realmente, que sólo era un paisaje ficticio tan fantástico como los gigantes y dioses de la mitología griega.

Muchos años después, Schliemann se salió con la suya y, en la actualidad, los historiadores «conceden» que la Iliada contiene pasajes que relatan sucesos tan fidedignos como sobradamente probados.

El sueño de Irving Finkel, experto asiriólogo, era conseguir la tablilla de arcilla que le había mostrado un visitante del Museo Británico cierto día de 1985. La intención de aquel ciudadano era conocer si la tablilla en cuestión tenía algún valor… y vaya si lo tenía. Nada más verla, Finkel tuvo que tomar aliento para contener la emoción que le embargaba.

Los caracteres cuneiformes inscritos en aquella pieza de barro cocido relataban la conocida historia del Diluvio pero, por si fuera poco, contaban cómo debía construirse el arca que salvó de la terrible catástrofe al Noé sumerio, a su familia y decenas de parejas de animales.

El Noé sumerio se llamaba Siuzudra y el relato de aquella gran inundación fue escrito alrededor de 1.500 años antes de que los escribas del Génesis plasmasen lo que en la tradición judeocristiana se conoce como Diluvio Universal. Que los sumerios documentaron el Diluvio mucho antes que los redactores de la Biblia era y sigue siendo un secreto a voces, pero existe una especie de ley del silencio a propósito de éste y otros hallazgos que implican a las tres grandes religiones monoteístas.

Bien lo supo el también asiriólogo –y muy eminente– Samuel Noah Kramer, quien en 1956 se atrevió a sugerir que los sumerios, hace casi cinco mil años, dejaron testimonio escrito del primer Job, el primer Moisés, el primer San Jorge, el primer paraíso, la primera resurrección de un dios y, desde luego, el primer diluvio.

Samuel Noah Kramer era judío y, obviamente, las revelaciones vertidas en su libro no sentaron nada bien entre la comunidad religiosa a la que pertenecía. Claro que Kramer era científico y no entendía de qué modo podían interferir en la fe de las personas cuestiones de índole precisamente científica.

En la actualidad, son muy numerosos los investigadores volcados en una disciplina denominada «arqueología bíblica», que no es sino una variante de la arqueología especializada en el hallazgo y análisis de restos materiales relacionados con los textos judeocristianos.

Llamativamente, este grupo de científicos, la mayoría de los cuales trabaja en Tierra Santa, trata de probar la validez de referentes teológicos que, en buena medida, se sustentan en relatos a menudo repletos de episodios y personajes dignos del mejor poema épico, ya sea la Iliada de Homero –que obsesionó a Schliemann– o Enmerkar y el señor de Aratta, el relato sumerio brillantemente diseccionado por Samuel Noah Kramer.

A propósito de Aratta, no son pocos los arqueólogos e historiadores que sitúan este misterioso reino en la actual Armenia, identificándolo como el predecesor de Urartu, un poderoso estado cuyo apogeo histórico se produjo unos mil años antes de nuestra era.

Armenia continúa siendo uno de los principales objetivos de la arqueología bíblica, pues son varios los episodios narrados en las sagradas escrituras vinculados de un modo u otro con esta montañosa nación. El más conocido probablemente sea el del Diluvio Universal, mediante la arribada de Noé al monte Ararat.

Claro que el Ararat ya no pertenece a Armenia –para dolor del sufrido pueblo armenio, que lo sigue teniendo como símbolo nacional–, sino a Turquía, un país con un pasado tan glorioso como enigmáticas son las ruinas que salpican su vasto territorio.

Lugares como Göbekli Tepe y Çatal Höyük –o Zorats Karer, en la vecina Armenia– constituyen un enervante desafío para quienes han escrito la historia de nuestra civilización. La razón es que dichos enclaves están donde no deberían estar.

Peor incluso: los construyeron personas con las que no acabamos de identificarnos, pues su presumible grado de cohesión social, conocimientos científicos y tecnología avanzada no son las que cabría esperar de un grupo de individuos recién salidos de las cavernas.

La misma perplejidad que nos causa el estudio de estos yacimientos, la siguen provocando monumentos tan conocidos –o sobradamente vistos– como la Gran Esfinge de Giza, cuya datación se ha convertido en objeto de agrias polémicas entre los defensores de la ortodoxia académica y quienes impulsan las hipótesis de lo que podríamos llamar «arqueología alternativa».

Sin embargo, pese a las apariencias, no estamos ante un debate reciente.

Ya en el siglo XIX, sobre todo en Gran Bretaña, se produjo un interesante duelo dialéctico entre quienes se aferraban a la ortodoxia arqueológica y quienes planteaban la necesidad de incluir a la astronomía en el estudio de los monumentos megalíticos.

De hecho, no vayan a creer que dicha cuestión se haya acabado de zanjar, pese a que las evidencias –pruebas científicas– a favor de que nuestros remotos ancestros poseían sofisticados conocimientos astronómicos –y los tuvieron muy en cuenta a la hora de levantar aquellas construcciones– son apabullantes.

Uno de los sitios arqueológicos paradigma de los estudios en arqueoastronomía es el celebérrimo de Stonehenge, probablemente el yacimiento sobre cuyo origen y diseño se han planteado más hipótesis y, también, elucubraciones.

Pero, por más que esté ubicado en una, Stonehenge no es una isla. Gran Bretaña dispone de un enorme patrimonio arqueológico, y tanto ese círculo de piedras como otros monumentos megalíticos, aunque espléndidos, poseen réplicas casi exactas repartidas por todo el planeta.

¿Cómo es posible que grupos humanos tan alejados geográfica y culturalmente se pusieran «de acuerdo» al erigir estos desconcertantes monumentos? ¿Acaso dispusieron del mismo «manual de instrucciones»? Y, de ser así, de haber seguido una misma «tradición», ¿cómo es posible que surgiera la misma y al mismo tiempo en, por ejemplo, Irlanda, Japón, Armenia o Indonesia?

Y, antes de plantear estas cuestiones, cabría preguntarse por otras no menores, porque, ¿cómo lograron mover piedras de varias toneladas si, que sepamos, no disponían de medios para hacerlo? ¿Qué herramientas utilizaron para cortar con tal precisión aquellos gigantescos bloques? Y, finalmente, ¿qué les impulsó a abordar aquella descomunal tarea desatendiendo incluso la lucha por su supervivencia?

Por sí sola, la arqueología convencional parece incapaz de proveernos de respuestas convincentes. Tampoco la historia, que presenta importantes lagunas cuando se trata de explicar qué ocurrió en nuestro planeta hace aproximadamente 12.000 años, fecha que se maneja para situar el colapso drástico de la última edad de hielo.

O, por expresarlo mejor, ¿cómo era aquella humanidad prehistórica a la que el deshielo –y quién sabe qué otros desastres climáticos– arrebató sus hábitats, que quedaron definitivamente sumergidos?.

Hallazgos geológicos recientes parecen apuntar hacia la posibilidad de que el Diluvio –ese episodio supuestamente legendario narrado por tantas y tantas culturas– no sea un simple mito y su reiteración obedezca a lo que la mitología comparada denomina «patrón básico».

De hecho, más de un investigador sostiene que tales relatos constituyen el recuerdo apagado de un suceso real y catastrófico que no sólo cambió para siempre la faz de la Tierra, sino que provocó la desaparición de una civilización entera –¿la humanidad que nos precedió?–, cuyo único legado visible, tal vez, tenga que ver con esas construcciones megalíticas que desafían desde su quietud nuestra agitada curiosidad.